Entre el poder y los sueños de civilización. Mas allá de la división Andes-Amazonía

Boletín DeBajada N°10

 

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José Octavio Orsag

 

Los poderosos glaciares, achachilas que protegen la cordillera oriental en Bolivia y gran parte de los andes continentales, dejan escurrir sus aguas, que luego alimentan los ríos que surcan como arterias de vida el bosque amazónico.

Desde niño me quedé fascinado por el recorrido de estos ríos. Recuerdo la primera vez que discutí con una profesora cuando iba en primaria por afirmar que todas las aguas del Valle de Chuquiago Marka, después de su curso al sur por valles secos, viraban completamente al norte, para llegar y convertirse en el río Beni, ya en plena Amazonía. La profesora tuvo que verificar en el mapa, pues en su cabeza la conexión entre la ciudad andina y la Amazonía era demasiado lejana como para pensar que el río Choqueyapu era, al final de cuentas, un río amazónico.

Un poco mayor también quedé maravillado por cómo las aguas de los valles cochabambinos dan un giro de casi 360 grados, descendiendo desde Punata, juntando sus aguas con la lluvia que se escurre por los valles chuquisaqueños, los valles de Aiquile, Mizque que después confluyen en las estribaciones de la cordillera, para llegar al histórico territorio guaraní. Luego, estas aguas continúan su descenso para abrirse paso por las planicies de Abapó, en pleno Chaco boliviano. Pero la travesía de las aguas continúa girando al norte, enfilando hacia la Chiquitana, viajando kilómetros por las planicies antes boscosas, cercanas a la ciudad de Santa Cruz, para, al final, virar levemente hacia el Mamoré y formar uno de los recorridos más impresionantes de la geografía boliviana.

Para quien ha viajado en avión por Bolivia, es fácil reconocer —principalmente en los meses de junio y julio— los grandes bloques etéreos de nubes agazapadas contra la cordillera, formaciones fantásticas atrapadas en las cordilleras de los Chimanes y del Altamari. Se las observa con claridad por las ventanillas que dan al norte desde cualquier avión que recorre el vuelo de Santa Cruz a La Paz, en toda la zona de bosques húmedos de montaña que son característicos del chapare y los yungas paceños, la región más húmeda de Bolivia. También, se puede observar cómo algunas formaciones nubosas escapan y atraviesan sobre las primeras montañas para llegar a los pies del Illimani, del Quimsa Cruz, del Mururata, del Condoriri, donde se encuentran solitarias, con vistas al oriente esperando la época de lluvia para ganar fuerza y caer en forma de lluvia y nieve en los andes.

Quizás, el dar cuenta de estos movimientos, de fuerzas naturales poderosas tan sutiles y gigantescas a la vez, que pasan día a día a nuestro alrededor, por sobre nuestras cabezas y debajo nuestros pies sin que nos percatemos de ellas, es una forma clásica —casi un cliché— para pensar las relaciones longevas entre dos regiones cuya separación es más subjetiva y ficticia de lo que nos parece. Es algo bello que nos hace pensar en lo pequeño de nuestros movimientos y en la continuidad de los espacios.

Pero hay otras historias de continuidades, más encubiertas o invisibles en nuestro andar y habitar diario. Son las historias de las generaciones de personas que habitaron estas geografías, que transitaron fronteras que hoy aparecen dibujadas con alambres de púas, donde antes no existían cercamientos. Estos alambres de púas han calado profundo, generando separaciones que no responden a las ecologías y geografías históricas del territorio.

Desde los imaginarios sociales del presente en Bolivia, los Andes se convirtieron en la antítesis de la Amazonía, no por la historia de los habitantes de la región, sino por las proyecciones de intereses económicos y políticos que poco o nada tienen que ver con los territorios que habitamos.

Por ejemplo, fue Alexander Von Humboldt —con base a la poca experiencia histórica y falta de ingenio de los europeos colonizadores a la hora de fundar ciudades en América— quien estableció “científicamente” que las regiones civilizadas del continente solo podían existir en regiones templadas, aledañas a la cordillera de los Andes, donde, según él, se habían encontrado las civilizaciones más “desarrolladas” y donde se podía reproducir la agricultura europea.

Pero estas ideas “científicas” del siglo XIX, como ya se sabe, eran ante todo políticas, respondían más a principios estéticos de orden y administración que a condiciones reales de eficiencia o trabajo que ocultaban, además, la ignorancia sobre cómo hacer de los bosques espacios productivos en sus propios términos. Pese a ello, estas nociones calaron profundamente en las conciencias de diversas elites sudamericanas, que con la misma ignorancia y a pesar de sus discursos independentistas, trataban de dar forma a sus naciones a partir de los principios civilizatorios del pensamiento europeo.[1]

Me atrevería a decir que, en Bolivia, a diferencia de la mayoría de los países donde existe la relación Amazonía-Andes, esta escisión continúa operando con fuerza, fomentando la idea de espacios opuestos y separados. Por ello, es fundamental preguntarse sobre el porqué de esta barrera tan sólidamente erigida, quiénes la produjeron y con qué intereses. En este sentido, acá no parto de la narración histórica que nos han enseñado y que hemos repetido tantas veces desde los regionalismos y que en este punto han pasado a formar parte de las mismas identidades bolivianas; sino, más bien, lo que me interesa es presentar una mirada crítica sobre los motivos y las formas en las que se han construido narrativas históricas sobre las supuestas esencias “naturales” que hacen y separan a oriente y a occidente.

Históricamente ha existido una manera de construir lo nacional desde los Andes, principalmente promovida por las elites Chuquisaqueñas, Paceñas y Cochabambinas desde el siglo XIX. Ellas dieron forma a un ideal civilizado, un modelo de nación que, como en otras partes de América Latina, miraba con desdén a las tierras bajas.

Pero aquí hay que hacer una aclaración, este desdén se orientaba principalmente hacia los territorios indígenas autónomos de la Amazonía, del Chaco y de la Chiquitanía (como los territorios Pacaguara, Iténez, Guarasugwe, Araona, Siriono, Guaraní, entre otros). En otras palabras, se podría decir que casi la mitad del territorio que Bolivia identificaba como “nacional” era, en realidad, el territorio de diversos pueblos indígenas. Las ideas de progreso y civilización encarnadas en el deseo de ser nación se mostraban a sí mismas como la antítesis de estas poblaciones indígenas que, desde las teorías del darwinismo social y el determinismo geográfico de la época, eran consideradas la escala más baja de la humanidad y no podían asociarse con los nuevos imaginarios del estado-nación, eran señaladas como “salvajes”.

Pero no todo sucedía a nivel nacional, en la otra cara de la misma moneda se encuentra la construcción del regionalismo que se opuso al nacionalismo de las élites andinas. No se puede negar que la cristalización de una idea divisoria entre tierras altas y tierras bajas en Bolivia es también resultado de la elaboración histórica, identitaria y de poder de las elites cruceñas.

Desde mediados de siglo XX, en el país sucedió algo que fue sustancialmente distinto a lo acaecido en otros países del espacio andino amazónico de Sudamérica: el surgimiento de una elite blanca que poco a poco iría dando forma a un proyecto hegemónico nacional desde un espacio de tierras bajas. Esto no sucedió ni en Colombia, ni en Ecuador, ni en Perú. En este sentido, la élite cruceña ha construido su propio discurso político identitario apelando al abandono de las elites andinas sobre el espacio de tierras bajas —algo que efectivamente paso en el XIX —. A través de este discurso esta élite ha buscado naturalizar y esencializar la división entre Andes-tierras bajas.

Para dar forma a este discurso, estas élites han apelado a distintos argumentos, como el ecológico o el histórico, afirmando que son descendientes de “otros” españoles, aquellos que provenían de Asunción y del Rio de La Plata y no de Lima, tratando de justificar históricamente su no pertenencia a la antigua Audiencia de Charcas Bolivia. Este argumento solo tiene sentido si pensamos Bolivia como país de españoles, pero cuando pensamos lo que hoy es Bolivia como un conjunto territorios indígenas, el argumento deja de tener sentido .

Sin embargo, como la manera de naturalizar una identidad regional y generar legitimidad sobre las decisiones que se toman sobre un territorio pasa, entre otras cosas, por justificar el origen “milenario” de lo que después se propone como idea de nación; la identidad cruceña se ha apropiado, también, de la historia indígena de la región, justificando una supuesta barrera “natural entre” andes y tierras bajas, una barrera sostenida en un odio visceral que supuestamente proviene “de tiempos milenarios”. Es por ello que, por ejemplo, desde el ethos cruceño se reafirma la resistencia guaraní al avance Inca —un análisis sesgado de la geografía del Tawantinsuyo—, o se reivindican figuras que han sido distorsionadas en su rol histórico, como sucede con el caso de Grigotá.

Así, estos relatos de la historia regional cruceña terminan reproduciendo algo muy similar a lo que se hace desde el centralismo estatal. Se instrumentalizan los nombres o imágenes de pueblos indígenas regionales para generar una suerte de oposición entre andes y tierras bajas, justificando sus propios proyectos de modernización. Lo paradójico es que estas narrativas casi nunca suelen hacer referencia a la relación dominante que las elites españolas, blancas y mestizas han mantenido con la población indígena local; o a las rebeliones y disputas indígenas, como la de Guayocho; o la misma historia alrededor de Kuruyuki de pleno siglo XIX.

Autores como Van Valen, por ejemplo, han enfatizado cómo la economía esclavista de las haciendas cruceñas fue un motivo fundamental para que la población indígena de Chiquitos y Moxos optara por utilizar a los misioneros para su protección. Pero toda esta problemática de la esclavitud de mano de obra indígena para las haciendas cruceñas del periodo colonial, es otro de los temas que han sido completamente olvidados por la narrativa histórica regional y boliviana.[2]

Evidentemente, la construcción de la historia indígena desde la justificación y la construcción identitaria de las elites cruceñas es una “invención de la tradición”, como diría Eric Hobsbawm. Para el entendimiento “tradicional” de algo tan complejo como fue la frontera inca-guaraní, que ha operado como la justificación histórica de la división entre tierras altas y tierras bajas, hay que entender la historia indígena del continente. Como muy bien explica la historiadora Heather Roller, la historia de los conflictos interétnicos siempre está marcada por periodos de guerras y alianzas, motivados también por presiones diversas que hasta pueden incluir la misma presencia de actores coloniales en regiones distantes, así como muchas otras variables.[3]

Así, la historia de la frontera no tiene nada que ver con esa naturalización del odio entre tierras bajas y altas atribuida a los guaranís e incas, por el contrario, parece ser mucho más influencia del discurso de los colonizadores españoles del siglo XVI, de los intereses de los españoles charqueños, limeños y los de Asunción.

Solo por mencionar algunos ejemplos, algunas investigaciones proponen que, por ejemplo, la frontera Inca, principalmente con Moxos y con el mismo Grigotá no fue una frontera de guerra sino de alianzas con los hermanos Guacane y Condori, representantes del imperio Inca. Y, por el contrario, la alianza Inca-Grigota cayó derrotada frente a Guaraníes llegados del rio de La Plata con las primeras incursiones españolas. Bajo esta misma idea, como señala Isabell Combes: Samaipata misma no fue necesariamente un fortín de guerra ni estaba pensada directamente para enfrentar a la población guaraní; por el contrario, fue un centro religioso administrativo como muchos otros “fortines” de la famosa frontera.[4]

Con todo, hay que señalar que el proyecto hegemónico cruceño emana de las elites blancas, que históricamente tiene más cosas en común con las élites andinas que con la población indígena local. En realidad, la construcción del modelo económico en toda la región amazónica desde la independencia de Bolivia, que fue promovida por estas élites, ha sido la del exterminio de las poblaciones indígenas autónomas.

Al igual que para las elites andinas, para las elites cruceñas, benianas y pandinas, las poblaciones indígenas independientes eran la imagen del salvajismo que querían desterrar, eran (son) la antítesis para los proyectos de industria y comercio que impulsaban. Desde su mirada histórica binaria, de elites nacionales y regionales, las poblaciones indignas representaban un impedimento físico para la apertura de caminos, para el comercio, para la expansión de la propiedad privada de la tierra y, además, eran un constante recordatorio de que estas elites continuaban un proyecto colonial de apropiación de territorios y tutelaje.

En el presente —un momento tan delicado para los territorios indígenas de tierras bajas—, el debate sobre la colonización moderna ha cobrado especial relevancia. Desde Santa Cruz, el conflicto por la tierra se ha agudizado, una vez más, a partir de la distinción: “los principios de nuestra tierra” versus “los collas colonizadores”. Para comprender esta distinción, es importante comprender que los procesos nacionales de colonización son muy complejos, y han sucedido de manera similar en la gran mayoría de estados en el mundo.

Estos procesos, generalmente, son impulsados desde dinámicas parecidas: abrir nuevas tierras al mercado; incentivar la agricultura comercial; colonizar espacios considerados “vacíos”; mover población excedente de regiones en conflicto a otras regiones; crear, proteger y reforzar fronteras; impulsar programas de desarrollo promovidos por organismos internacionales; permitir mayor acumulación a ciertas elites económicas; entre otras dinámicas de este tipo.

Al respecto, hay mucho temas que deben ser tomados en cuenta y que los discursos de escisión entre andes y tierras bajas invisibilizan, como, por ejemplo, aquellas que tienen que ver con las siguientes preguntas: ¿cómo se moviliza población vulnerable de un territorio saturado a áreas supuestamente “vacías”?, ¿cómo estos movimientos humanos dan pie a que tierras fiscales adquieran una vocación mercantil, fomentando la especulación de tierras y el monopolio de estas en el momento en que la población migrante no puede acceder a servicios o beneficios prometidos?, ¿cómo las elites ya establecidas aprovechan estas migraciones para incrementar su capital?, ¿qué elites se benefician?

Sin embargo, estos temas de fondo y estructurales no se discuten en Bolivia. Por el contrario, la discusión hegemónica lleva el debate a un plano de lo identitario, de lo nacional o regional. Se promueve la idea de que los “collas colonizadores van a apropiarse de nuestra tierra.” Sin embargo, nadie dice nada del boom de la migración menonita, la cual es bien recibida y hasta utilizada de ejemplo como la “migración deseada.” Tampoco permite analizar cómo las distinciones raciales continúan siendo una fuerza estructuradora en el país y mucho menos se discute el rol colonizador del conjunto de las elites del país.

La población andina en tierras altas ha sido discriminada históricamente a partir de ideales raciales de trabajo en áreas de frontera agraria. Como Ben Nobbs-Thiessen describe en su libro sobre migraciones a Santa Cruz, a partir de los años 50 del siglo pasado fueron utilizados una serie de argumentos vinculados a ideas de “flojera”, “falta de conocimiento” o “falta de aptitud para el trabajo”, para desacreditar la migración andina y solicitar otro tipo de migración.[5]

En todo caso, es importante entender que estos imaginarios raciales no son nuevos, han estado presentes desde el siglo XIX, aunque desde el siglo pasado se convirtieron en parte estructural de los mecanismos de colonización y de expansión de la frontera agraria. Esto se pudo observar en los procesos a través de los cuales el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) distribuyó créditos, fomentó la dotación de tierras, gestionó el trabajo y de la violencia que se gestionó en la región contra la población migrante

Es decir, las estructuras económicas, sociales y políticas han estado guiadas por estos principios de apreciación cultural y racial que no son verbalizadas abiertamente ni por las elites andinas ni por las elites cruceñas. Casualmente, este también fue el discurso dominante durante todo el siglo XIX con las poblaciones indígenas independientes y fue la justificación para intentar proyectos de colonización e inmigración en toda la Amazonía continental.

Los discursos, secesionistas, divisionistas o regionalistas de hoy en día son una prolongación de los ideales racistas civilizatorios —que ahora también adquieren un tinte modernista—, bajo los cuales ya operaban las élites cruceñas desde por lo menos mediados del siglo XX. Lo novedoso es que ahora estos ideales se presentan, desde el discurso hegemónico, como una supuesta lucha entre andes y tierras bajas.

La discusión entre las elites andinas y cruceñas, en realidad, nunca fue sobre quién puede representar mejor la necesidad o intereses de la población local o de la población indígena, sino simplemente sobre quién es acreedor del mejor proyecto civilizatorio, modernizador, de desarrollo. El principio civilizatorio siempre fue el principio de las elites cruceñas (como el de cualquier otra elite en el continente) y como tal es un proyecto expansionista y de colonización. El propio José Luis Roca definía a la Amazonía como el “destino manifiesto de Santa Cruz.[6]” justificando esta idea en términos económicos, ecológicos, de migración y de colonización, lo que aparentemente hoy se consolida con la expansión del agronegocio hacia el sur del Beni.

Tanto para las elites cruceñas o benianas, como para las paceñas o sucrenses, las poblaciones indígenas independientes de tierras bajas debían ser exterminadas o incorporadas a la nación por la fuerza. Así se expresaban, por ejemplo, las elites cruceñas respecto a las poblaciones Sirionó, que vivían al norte de la ciudad de Santa Cruz, impidiendo el tráfico hacia el Puerto Cuatro Ojos en el río Piraí. O las élites del Iténez beniano, que demandaban acaloradamente el fuerte de la Orquilla para acabar con la amenaza de los indios iténez. O el mismo José Manuel Pando, quien abogaba por el exterminio de las poblaciones indígenas de lo que hoy es el territorio de Pando, con el propósito de desarrollar una industria nacional.

El discurso civilizatorio es exactamente el mismo, que además no solo era de las elites bolivianas, sino que estaba presente en los principios de nación de todo el continente. ¿Y acaso negar la existencia de pueblos indígenas en aislamiento voluntario para fomentar proyectos petroleros en le norte de La Paz no se fundamente exactamente en el mismo principio?

Finalmente, otro aspecto a mencionar es el de los intereses de una elite emergente, la cual, desde su condición de poder, comienza a reproducir estos imaginarios. Complejizando este escenario, durante las últimas décadas ha surgido un discurso identitario desde la ciudad de El Alto vinculado al crecimiento económico de las elites de esta ciudad, que claramente se ha posicionado en esta polarización de tierras bajas versus tierras altas. En un principio lo hizo en oposición a las elites blancas cruceñas, para luego reproducir y hasta ahondar en los mismos mitos que dichas élites han creado.

Parte de este discurso, proveniente desde una intelectualidad que se construye a partir de las aspiraciones de modernización de El Alto, reconoce un escenario desfavorable para elites no tradicionales en el continente, lo que le lleva a desvincularse de cualquier interés por discutir o hablar de Amazonía o de tierras bajas, afirmando que este es un discurso exclusivo de ONG, o señalando que hablar del cuidado del medio ambiente es una imposición internacional que afecta profundamente sus propios intereses. Sin embargo, no se puede dejar de entender que a esta elite también termina beneficiándose de esta oposición entre Andes y Amazonía.

Nada se parece más a una elite cruceña que una elite alteña que considera a las tierras bajas como territorios de destino manifiesto. El discurso identitario en este caso opera también para beneficiar los intereses de estas élites emergentes, lo que las lleva a justificar un conjunto de procesos capitalistas y depredadores: minería de oro, apropiación del territorio Chiman, deforestación y colonización de nuevas áreas de frontera agrícola, etc. Un discurso que impide el dialogo y que no tiene interés en tejer entendimientos entre territorios que históricamente han sido construidos como opuestos, por lo que difícilmente puede trascender esos esencialismos.

Con todo, la distinción Andes/Amazonía que conocemos en Bolivia, es una construcción política, mediada por intereses económicos y de poder que se refuerzan día a día desde una lógica polarizante imbuida en los intereses de expansión capitalista, además de un uso absurdo y abusivo de imágenes históricas. La historia escrita sobre estas regiones busca ajustarse más a las construcciones y necesidades de los grupos de poder, que a encontrar sentido sobre la movilidad y relaciones reales que existen en los territorios.

No quiero dejar de mencionar que todo lo anterior tiene un efecto real en los territorios de tierras bajas, como sucede en la Amazonía. No es casual que, en la actualidad, Bolivia es el país amazónico menos presente en discusiones continentales. Las identidades amazónicas e históricas de los pueblos indígenas del territorio están prácticamente borradas de las discusiones más generales. Por un lado, el estado tiene poco interés político e identitario de atraer la atención hacia un territorio que solo concibe como botín y, por otro lado, las elites de los orientes han sabido promover una cultura hacendal y ganadera que opera de forma violenta, patriarcal y que se ha convertido en la “imagen” del oriente, siendo esta una cultura colonial y de conquista.

Las investigaciones de Bolivia participan poco, con algunas excepciones, en los grandes debates continentales, donde, en contracorriente a lo que sucede acá, desde una perspectiva crítica se está dando más importancia al continuum cultural, político, económico que existe entre Andes y Amazonía, tratando de romper las barreras identitarias construidas por las élites.

[1] Margarita Rosa. Serje, El revés de la nación: territorios salvajes, fronteras y tierras de nadie, 1. ed. (Bogotá: Universidad de Los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología: CESO, 2005), 84.

[2] Gary Van Valen, Indigenous Agency in the Amazon the Mojos in Liberal and Rubber-Boom Bolivia, 1842-1932, UPCC Book Collections on Project MUSE (Tucson: University of Arizona Press, 2013).

[3] Heather F Roller, Contact Strategies: Histories of Native Autonomy in Brazil (Stanford, California: Stanford University Press, 2021).

[4] Combès, 73.

[5] Ben Nobbs-Thiessen, Landscape of Migration: Mobility and Environmental Change on Bolivia’s Tropical Frontier, 1952 to the Present (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2020).

[6] José Luis Roca, Economía y sociedad en el Oriente boliviano : siglos XVI-XX (Santa Cruz de la Sierra: Cotas, 2001), 40.