La naturalización del horizonte capitalista depredador en Bolivia

Un fenómeno particular del contexto boliviano –y en buena medida latinoamericano– tiene que ver con cómo, durante las últimas décadas, la confrontación política por el control del Estado entre izquierdas y derechas se ha situado sobre un tamiz que da por sentado un patrón de acumulación capitalista. El debate –por lo menos en términos discursivos– suele centrarse en los efectos de este y en la manera en que estos efectos pueden paliarse (lucha contra la pobreza, desigualdad, falta de oportunidades, precarización, desnutrición, deterioro ambiental etc.); sin embargo, la interpelación al modo de organizar la vida y la producción desde un esquema capitalista no es puesta sobre la mesa, ni siquiera por las propuestas político-partidarias consideradas de izquierda. 

Este fenómeno es preocupante en Bolivia y ha significado que, pese a la aprobación de un marco constitucional renovado, en la última década la expansión capitalista haya sido vigorosa. Una expansión capitalista que, además, no tiene como eje al “pequeño capital nacional” –cómo versa el ya remoto discurso del “desarrollo endógeno”–, sino al capital transnacional y aquel directamente relacionado con el despojo de recursos naturales y depredación del medio ambiente. 

Los minerales y los hidrocarburos, históricas actividades extractivas sobre las cuales se configura el carácter dependiente de la economía boliviana, continúan en el centro de la expansión capitalista en el país. El caso paradigmático ha sido el del gas natural, en el que los ingresos derivados de sus exportaciones se convirtieron en la principal fuente de ingreso de la institucionalidad pública entre 2005 y 2014, cuando los precios internacionales de las materias primas se incrementaron significativamente. 

Por su parte, la nacionalización parcial de los excedentes de los hidrocarburos permitió que el Estado acceda a prácticamente la mitad de los excedentes generados por su venta.1 Se estima que para el año 2005 el 35% de los ingresos del Gobierno General provenían de los hidrocarburos, mientras que para el año 2013 esa cifra ascendió al 51%, lo que en términos absolutos representó una quintuplicación de estos ingresos 2

Pero este escenario –denominado como “bonanza”– también avivó y profundizó el carácter rentista del Estado boliviano. Si para el año 2007 la superficie comprometida para la actividad hidrocarburífera (exploración y explotación) era de casi 3 millones de hectáreas, en la actualidad la ampliación de esa frontera superó las 24 millones de hectáreas, en su mayor parte en manos de transnacionales de todo el mundo. Junto a ello se tiene que considerar que esa ampliación de la frontera hidrocarburífera afecta directamente a 11 de las 22 áreas protegidas del país 3.

En el caso de la minería, la situación es aún mucho más compleja. A diferencia del sector hidrocarburífero, en la última década y media solo se revirtieron unas cuantas minas como resultado de la lucha de los propios trabajadores. En todo caso, la gran producción minera está en manos de grandes transnacionales, más de tres cuartas partes de la producción total de concentrados. Las cooperativas tienen la otra tercera parte, y la producción estatal no supera el 4%. Se debe aclarar que la minería transnacional se reduce a un puñado de grandes empresas: Minera San Cristóbal, Sinchi Wayra, Empresa Minera Manquiri y Pan American Silver; mientras que las cooperativas para el año 2016 representaban un total de 1.700 4.

Por otro lado, en los últimos años se ha incrementado dramáticamente la actividad minera aurífera, que en su mayoría es gestionada por cooperativas mineras. Tanto así que, en 2019, el oro llegó a ser el principal producto exportado del país, aunque la aportación tributaria por esta actividad es mínima, debido al régimen impositivo especial al cuál se adscribe el cooperativismo minero. Además, se ha incrementado la explotación ilegal de este recurso, lo que está dejando graves consecuencias socioambientales en la región amazónica del país 5.

Desde este mismo esquema se presenta la agroindustria, que se viene expandiendo en la región oriental del país –y recientemente en el norte amazónico–. En los últimos años se ha ido consolidando un sistema de agronegocio dependiente de los precios internacionales, de la tecnología para la producción a gran escala y de la cada vez mayor financiarización de este sector. Si bien este no es el único, la producción de soya es particularmente ilustrativa de lo que este proceso de ampliación del extractivismo agroindustrial ha representado en la última década y media. El incremento de la producción de esta oleaginosa ha sido exorbitante, pasando de poco más de 800 mil toneladas métricas en el año 2007 a más de 2 millones el año 2014. 6

Según información de los mismos sectores agroindustriales, entre 2006 y 2013 la producción de soya transgénica se incrementó del 20 % del total de la soya producida al 99 % 7, con las consecuentes implicaciones de contaminación genética, de uso de agroquímicos y de deterioro del suelo que este tipo de monocultivos conllevan. Además, está la presión que impone la ampliación de la frontera agrícola, la cual se ha convertido en uno de los principales factores de depredación de la región amazónica del país. Bolivia tiene una tasa de deforestación per cápita doce veces más alta que el promedio mundial y que solo es superada por Bostwana, Paraguay y Namibia a nivel global 8. Según datos recientes, Bolivia se ha convertido, en términos relativos, en el país que más cantidad de su Amazonía ha destruido (27%), por encima de Brasil y de los otros países que hacen parte de esta región 9.

La situación de la agroindustria es particularmente relevante debido a que este poder económico devino en uno de los principales sectores con incidencia en el Estado y en la política pública, situación que se ha mantenido invariable más allá de la conflictividad social del país.

En este contexto de expansión capitalista, preocupa en demasía cómo –propiciado por los distintos sujetos que se disputan el control del Estado (tanto de izquierda como de derecha)– se ha instalado un sentido común en el que dichas actividades son la base de cualquier proyecto de “desarrollo” para Bolivia. Sentido común que, de diversas maneras, ha permeado a la sociedad boliviana, en general, y a distintos sectores populares, en particular –o, por lo menos, a sus estructuras supracomunitarias–. Como sucede con la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), que desde hace ya varios años sostiene la agenda del agronegocio, mientras que el sector productivo campesino está cada vez más deteriorado precarizado y el país se ha convertido en importador neto de la gran mayoría de los productos agrarios que no provienen de la agroindustria.

1 Hay que recordar que bajo el régimen de Capitalización de los años 90 del siglo pasado –el modelo boliviano de privatización–, Bolivia solo accedía al 18% del excedente generado por la explotación de los hidrocarburos, mientras que el resto quedaba en manos de empresas transnacionales.

2  Sandra Sánchez y Raúl Velásquez, «Situación de la renta petrolera en Bolivia» (Fundación Jubileo, 2020).

3 Georgina Jiménez, «Territorios indígenas y áreas protegidas en la mira. La ampliación de la frontera de industrias extractivistas», Petropress, n.o 31 (2013): 5-18.

4 CEDLA, «Ley Minera del MAS. Privatista y anti-indígena», Control ciudadano. Boletín de seguimiento a políticas públicas, 2014.

5 Oscar Campanini y Marco Gandarillas, «Bolivia. El caso de Riberalta», en Las rutas del oro ilegal. Estudios de caso en cinco países, ed. Lenin Valencia (Lima: Socieda Peruana de Derecho Ambiental, 2015).

6 Ben McKay, «Agrarian Extractivism in Bolivia», World Development 97 (2017): 199-211.

7 ANAPO, Anuario Estadístico 2012 (Santa Cruz: ANAPO, 2013).

8  Lykke Andersen, La economía del cambio climático en Bolivia: impactos sobre la biodiversidad (Washington: Banco Interamericano de Desarrollo, 2014).

9  RAISG, Amazonía Bajo Presión (Sao Paulo: RAISG, 2020).